miércoles, 8 de abril de 2015

Cuento: Anatole France - La hija de Lilith - Links a mas Cuento









La hija de Lilith

Había tomado el tren en París al oscurecer, y pasé una interminable, silenciosa y helada noche arrinconado y encogido en un extremo del vagón.
Nevaba, y tuve que aguardar seis horas interminables en X, porque hasta después del mediodía no conseguí encontrar un campesino que pudiese llevarme a Artigues en su carricoche.
La llanura, que forma ligeras ondulaciones a uno y otro lado del camino, y que había visto en otra época bañada por un espléndido Sol, estaba cubierta de una espesa capa de nieve sobre la cual se retorcían los troncos negros de las viñas. Mi acompañante arreaba tranquilamente a su viejo caballo, y avanzábamos envueltos en un silencio profundo, a intervalos desgarrado por el angustioso chillido de un pajarraco.
En la tristeza mortal que invadía mi corazón surgía esta plegaria: "¡Dios mío, Dios misericordioso! Líbrame de la desesperación y no permitas que, después de tantos errores, cometa el único pecado que no me perdonarías".
Luego vi el Sol, rojo y sin irradiaciones de luz, que descendía en el horizonte como una hostia ensangrentada. Me hizo recordar el divino sacrificio del Calvario, y sentí renacer en mi espíritu la esperanza.
Las ruedas del carricoche continuaron durante largo rato aún haciendo crujir la nieve que aplastaban. Al fin mi guía me indicó con el extremo de su látigo el campanario de Artigues, que se alzaba como una sombra entre la bruma rojiza.
-Ya llegamos -dijo el buen hombre; y me preguntó-: ¿Se bajará en el presbiterio? ¿Conoce al señor cura?
-Le conozco desde la infancia. Fue mi maestro; me enseñó a leer.
-¿Es un sabio, de esos que sacan muchas cosas de los libros?
-¡Ya lo creo! El señor Safrac es tan sabio como virtuoso.
-Uno dicen eso, y otros dicen otra cosa.
-¿Qué dicen, amigo?
-Dicen lo que les parece, y como yo no he de arreglar nada, los dejo decir.
-Pero, ¿qué dicen?
-Algunos creen que el señor cura es brujo y que adivina lo que ha de suceder.
-¡Qué disparate!
-Yo no digo que sí ni que no; pero si el señor Safrac no es brujo, de esos que saben todo lo que sucederá, ¿de que le sirvió leer tanto?
El carricoche se detuvo frente al presbiterio.
Me despedí de aquel pobre ignorante y seguí a la criada del cura, la cual me condujo al comedor, donde se hallaba su amo junto a la mesa ya servida. Me pareció que la fisonomía y el aspecto del señor Safrac habían sufrido grandes alteraciones en los tres años que pasaron desde la última vez que lo vi. Hallé su cuerpo encorvado, de una delgadez extrema; sus ojos penetrantes brillaban sobre su rostro macilento. Su nariz me pareció más larga y muy caída sobre la boca de labios descoloridos. Me abrace a él y le dije entre sollozos:
-¡Padre mío! He pecado y busco refugio en su virtud y en su sabiduría. ¡Oh, padre mío, viejo maestro cuyo saber profundo y misterioso atemorizó mi espíritu, pero que tranquilizaba mi alma descubriéndome su corazón maternal: aparte a su criatura del abismo que me atrae! ¡Oh, mi único amparo! ¡acójame! ¡Oh, mi única luz! ¡ilumíname!




Me abrazó sonriente, con aquella bondad exquisita de que tantas veces me dio pruebas en los primeros años de mi juventud, y retrocediendo, como si midiese la distancia precisa para contemplarme a su gusto:
-¡Eh! ¡Adiós! -me dijo, con las palabras características de su país, pues el señor Safrac nació a orillas del Garona entre los vinos ilustres que parecen el emblema de su alma generosa y perfumada.
Después de haber sido profesor de filosofía en los seminarios de Burdeos, Poitiers y París, pidió como toda recompensa una humilde parroquia en la tierra donde había nacido y donde quería morir. Llevaba ya seis años en la iglesia de Artigues, practicando en aquel pueblecito ignorado la más humilde piedad y la ciencia más elevada.
-¡Eh! ¡Adiós, hijo mío! -repetía-. Escribiste, anunciándome tu venida, una carta que me ha conmovido profundamente. ¿De manera que no has olvidado a tu viejo maestro?
Quise arrodillarme a sus pies balbuciendo aún: "¡Acógeme" ¡Ilumíname! ¡Sálvame!" pero me detuvo con un gesto imperativo y cariñoso a la vez que me decía:
-Ary, mañana me consultarás lo que piensas consultarme. Ahora, caliéntate y recupérate. Cenaremos. Debes tener mucho frío y no poca hambre.
La criada colocó sobre la mesa una sopera de la cual salía una columna de humo de muy agradable olor.
La criada era una vieja cuyos cabellos blancos ocultaba un ceñido pañuelo negro y en cuyo rostro, arrugado y seco, reñían la belleza natural y la fealdad de la decrepitud. Me hallaba profundamente anonadado, y la paz de aquella santa casa, el alegre chisporroteo de una lumbre de sarmientos, el mantel blanco, el vino en las copas y los platos humeantes sosegaron poco a poco mi alma. Mientras comía casi olvidé que buscaba el amparo del sabio sacerdote para trocar las arideces de mis pecados por el fecundo rocío del arrepentimiento. El señor Safrac me recordó las horas ya lejanas que nos habían reunido en el colegio donde él enseñaba filosofía.
-Ary -me dijo-, fuiste el más inteligente de mis alumnos. Tu clarividencia se adelantaba siempre a las demostraciones del maestro. Así te hiciste querer y te preferí entre todos. Me agrada la intrepidez en un buen cristiano. La fe no debe ser tímida, y menos aún cuando la impiedad nos impone una audacia indomable. Actualmente la Iglesia católica sólo cuenta con sus corderos y necesita leones; ¿quién nos devolverá los santos padres y a aquellos doctores cuya perspicacia abarcaba todas las ciencias? La verdad es como el Sol: para enfrentarla es necesario tener ojos de águila.



-¡Ah! señor Safrac, usted abarcó todas las cuestiones con ojos suspicaces. Recuerdo que sus juicios más de una vez escandalizaron a los mismos que lo veneraban por la pureza de sus costumbres y su mucha piedad. Para usted no hubo nunca novedades peligrosas y las admitía sin temor, inclinándose, por ejemplo, a suponer posible la pluralidad de los mundos habitados.
Sus ojos se animaron:
-¿Qué dirán los tímidos cuando lean mi obra? Bajo este Sol espléndido, en esta fecunda tierra que Dios formó con singular delicia, he meditado, he trabajado. Ya sabes que conozco bastante bien el hebreo, el persa, el árabe y varios idiomas de la India. Tampoco ignoras que traje a esta casa una biblioteca muy rica en manuscritos antiguos. Logré tener un profundo conocimiento de las lenguas y las tradiciones del Oriente primitivo. Este arduo trabajo, Dios mediante, no será estéril. He terminado ya mi obra fundamental, que rotulo con una sola palabra: Orígenes, en cuyas páginas fortalezco y apoyo la exégesis sagrada, cuya derrota inminente creyó conseguida la ciencia de los impíos. Dios ha dispuesto, Ary, en su infinita misericordia, que la Ciencia y la Fe se reconciliasen al fin por completo, como hermanas que son. Para conseguir este acuerdo absoluto lo he cimentado así: "Todo lo contenido en la Biblia, inspirada por el Espíritu Santo, es verdad; pero la Biblia no contiene toda la verdad." Y ¿para qué necesita contener toda la verdad cuando su objetivo único era informarnos de lo indispensable a nuestra bienaventuranza?
“Por esto no toma en consideración cuanto no se ciñe a su designio maravilloso, y es tan sencillo como gigantesco su plan, continuó. Abarca la caída y la redención. Es la historia divina del hombre, completa, sin rebasar nunca sus justos límites. Nada en ella tiende a satisfacer curiosidades profanas. Pero no debemos consentir que la ciencia de los impíos continúe interpretando como ignorancia el silencio de Dios. Ha llegado la hora de gritar: "¡No! ¡La Biblia no ha mentido porque no nos haya revelado todo!" Tal es la verdad que yo proclamo.
"Con el auxilio de la Geología, de la Arqueología prehistórica, de las cosmogonías orientales, de los monumentos híticos y sumerianos, de las tradiciones caldeas y babilónicas, y de las antiguas leyendas conservadas en el Talmud, afirmo la existencia de los preadamitas, de quienes el inspirado autor del Génesis no habla, por la sencilla razón de que no interesa a la bienaventuranza de los hijos de Adán. Y esto no es todo: el minucioso examen de los primeros capítulos del Génesis me ha demostrado la existencia de dos creaciones sucesivas apartadas por un tiempo indefinido, no siendo la segunda más que algo así como adaptación de una parte de la tierra a las necesidades de Adán y de su progenie."
Se detuvo un momento y prosiguió después en voz baja, con una gravedad realmente religiosa:
-Yo, Marcial Safrac, sacerdote indigno, doctor en Teología, sumiso como un hijo obediente a la autoridad de nuestra Santa Madre la Iglesia: afirmo con absoluta independencia (salvo la reserva expresa de la autoridad de nuestro Santo Pontífice y de los Concilios): que Adán, creado a imagen de Dios, tuvo dos mujeres, de las cuales Eva fue la segunda.
Aquellas improvisadas palabras me distrajeron poco a poco de mis preocupaciones; me inspiraban singular interés.
Y sentí una decepción, como si me privasen de algo que ya consideraba mío, cuando el señor Safrac con los codos apoyados sobre la mesa me dijo:
-Hablemos de otra cosa. Es posible que leas algún día mi obra que te instruirá más que mis palabras acerca del asunto. Para cumplir con mi deber he sometido mi trabajo a la censura eclesiástica; he solicitado la aprobación de Su Eminencia. El manuscrito está en el Arzobispado y espero de un momento a otro una respuesta que no dudo será favorable. Hijo mío, saborea las setas de nuestros bosques, el vino de nuestra cosecha, y dime si este país no es la segunda tierra de promisión de la cual sólo fue la primera el anuncio y la profecía.
Desde aquel momento la conversación, más familiar, versó acerca de nuestros recuerdos comunes.



-Sí, hijo mío -me dijo el señor Safrac-, eres mi discípulo predilecto. Dios consiente las preferencias cuando están fundadas en un juicio razonado. Yo advertía en ti condiciones para llegar a ser un hombre de provecho y un buen cristiano. Tampoco te faltaban defectos, pero ¿quién no los tiene? Tu carácter era desigual, voluble; te apasionabas con facilidad. Ardores no revelados aún, dormían en tu alma. Me agradabas por tu mucha ingenuidad; me complacía tu excesiva inquietud, igual que en otro de mis discípulos encontraba cualidades absolutamente contrarias a la tuya; en Pablo Ervy me interesó la inquebrantable firmeza de sentimientos y de voluntad.
¡Pablo Ervy! Al oír aquel nombre me ruboricé; tuve que hacer un esfuerzo para reprimirme, para no gritar, y cuando quise decir algo que disimulara mi turbación no encontré palabras. Afortunadamente no pareció darse cuenta de todo ello el señor Safrac.
-Si la memoria no me engaña, era tu mejor amigo -añadió-. Mantienen todavía una buena amistad, ¿verdad? Esos afectos arraigados en la infancia, perduran. Supe que se dedicó a la carrera diplomática y que se presentaba ante él un brillante porvenir. Deseo que mejoren los tiempos y que pronto lo envíen de embajador a la Santa Sede. ¡Qué noble corazón! Era para ti lo que se llama un verdadero amigo.
-Padre -dije penosamente-, mañana le hablaré de Pablo y de otra persona.
El señor Safrac me oprimió la mano. Nos despedimos, y me retiré a la habitación que me habían destinado. En aquella cama perfumada con espliego soñé que aún era niño, y arrodillado en la capilla del colegio me divertía en contemplar las mujeres de blanca y espléndida belleza que llenaban la tribuna. De pronto una voz misteriosa, como salida de entre las nubes, resonó sobre mi cabeza y me dijo: "Ary, pretendes amarlas en Dios; pero amas a Dios en ellas".
Al despertarme temprano, vi al señor Safrac de pie a la cabecera de mi cama.
-Ary -me dijo-, levántate para oír la misa que rezaré a tu intención, y cuando haya terminado el Santo Sacrificio estaré preparado para escuchar lo que te propones decirme.
La iglesia de Artigues es un pequeño santuario de estilo románico, muy floreciente aún en la Aquitania durante el siglo XII. Al restaurarla hace veinte años, añadieron un campanario que no figuraba en el proyecto primitivo. Acaso por ser pobre ha conservado la pura desnudez de su arte. Procuré limitar mi atención todo lo posible a las oraciones del celebrante, y luego volví con él al presbiterio. Nos sirvieron el desayuno: un vaso de leche y un poco de pan, y luego nos recluimos en el dormitorio del sacerdote.
Después de acercar una silla a la chimenea, sobre la cual había un crucifijo, me invitó a sentarme; se acomodó junto a mí en actitud atenta, y mientras a cielo abierto nevaba sin cesar, bajo las tejas y junto a la lumbre desbordé mi corazón.
-Padre mío -dije-: hace diez años que, al abandonar sus enseñanzas, me lancé al mundo. No perdí la religión, pero desgraciadamente no supe conservar su pureza. Sería inútil y enojoso referirle mi vida; usted, mi consejero espiritual, único director de mi conciencia, ya la conoce. Además, tengo inquietud y deseo de llegar al punto en que la sentí desbaratada y trastornada por completo. Hace un año que mi familia resolvió casarme, y consentí gustoso en ello. La criatura que destinaban a ser mi compañera reunía todas las condiciones que ambicionan por lo general los padres. También era bonita; me gustó de tal modo, que un matrimonio de conveniencia se convertía para mí en un matrimonio de amor. Pedí su mano, se hicieron todos los preparativos de la boda, y supuse que la ternura, el íntimo goce y la honrada tranquilidad habían arraigado en mi vida para siempre, cuando recibí una carta de mi amigo Pablo Ervy en la que me comunicaba su regreso a París y manifestaba vivos deseos de verme. Fui a su casa y le anuncié mi próximo enlace. Me felicitó muy cordialmente.
"-Hermano mío -me dijo-, tu dicha me satisface mucho.



"Le propuse que asistiese a mi boda como testigo, y aceptó gustoso. La fecha estaba fijada para el 15 de mayo, y Pablo no tenía intención de volver a su destino, en la embajada de Constantinopla, hasta primeros de junio.
"-Ya ves que soy afortunado -le dije-. ¿Y tú?
"-¡Ah! Yo -exclamó con una sonrisa triste y alegre al mismo tiempo-, yo, amigo mío, no sé lo que me pasa. Estoy loco... Una mujer... ¡Ary, soy muy feliz o muy desgraciado! ¿Qué nombre le daremos a la felicidad que se adquiere por medios infames? Traicioné, desconsolé a un excelente amigo. Allá, en Constantinopla, le robé la...
El señor Safrac me interrumpió, diciendo:
-Hijo mío: suprime del relato las faltas ajenas, y suprime los nombres de las personas al acusar tus propias faltas.
Hice promesa de hacerlo como me ordenaba, y continúe mi relato:
-Cuando acababa Pablo de hacerme su confesión, una mujer entró en la habitación. Indudablemente era ella; no podía ser otra. La cubría una bata de color azul; su traje y sus maneras me convencieron de que era de la casa. Con una sola palabra describiré la terrible impresión que me produjo: no me pareció un ser natural. Comprendo lo vago de la palabra y que no es suficiente para explicar lo que pensé, pero ahora no se me ocurre otra palabra que lo exprese mejor y, además, la continuación de la historia acabará por hacerla oportuna y comprensible. Aquella mujer, en la expresión de sus ojos dorados que relampagueaban, en la cisura de su boca enigmática, en la transparencia de su carne a la vez morena y blanca, en la trabazón de sus líneas chocantes y armoniosas a un tiempo, en el ritmo de su andar ligero, y hasta en sus brazos desnudos que parecían sustentar unas alas invisibles; en todo su ser ardiente y vaporoso revelaba un algo inferior y superior a la mujer tal como Dios la hizo en su bondad infinita para que fuese nuestra compañera en este mundanal destierro. Desde el instante en que la vi, una congoja invadió mi alma llenándola por completo, y tuve la seguridad de que después de ver aquella fascinadora mujer no podía interesarme en ninguna otra.


 
"Pablo había fruncido ligeramente su entrecejo al verla entrar, pero se dominó y hasta hizo lo posible para sonreír.
"-Leila, te presento a mi mejor amigo.
"Leila respondió:
"-Ya conozco al señor Ary.
"Aquellas palabras me sorprendieron porque yo estaba seguro de que nunca nos habíamos visto, pero el acento en que fueron pronunciadas me admiró más aún. Si el cristal hablara, así lo haría.
"-Mi amigo Ary -añadió Pablo- se casará pronto, y voy a ser testigo de su boda.
"En las doradas pupilas de Leila, después de las palabras de su esposo, leí claramente su resolución: Ary no se casará.
"Me despedí preocupado y mi amigo no demostró el menor deseo de retenerme. Pasé todo el día vagando por las calles, en un ir y venir sin objeto, con el corazón dolorido y anhelante. Luego, deteniéndome por casualidad junto a un puesto de flores, me acordé de mi prometida y le compré un ramo de lilas blancas. Apenas había agarrado aquel ramo, cuando una manecita muy suave me lo quitó, y vi a Leila, sonriente, que se alejaba con la presa. Vestía una falda gris, un gabán del mismo color y un sombrerito redondo. Aquel traje de parisiense no armonizaba (y lo advertí de pronto, a pesar de mi entusiasmo ardoroso) con la maravillosa hermosura de aquella mujer; se le notaba como un improvisado disfraz. Pero, a pesar de todo, al verla sentí que un amor inextinguible me hacía su esclavo. Quise alcanzarla y no lo conseguí; desapareció entre los transeúntes y los coches.
"Desde aquel día me fue imposible vivir tranquilo. Visité a Pablo muchas veces y no tuve la fortuna de encontrar a mi adorada ni una sola vez. Mi amigo me recibía muy afectuosamente, y nunca me hablaba de Leila. No teníamos tema de conversación, y yo me retiraba fastidiado. Al fin un día me dijo el criado: "El señor ha salido..." Y añadió: "¿Desea el señor ver a la señora?" Contesté un sí... ¡Ay, padre mío! ¿Qué lágrimas de sangre bastarían para borrar aquella sencilla palabra? Me recibió Leila recostada en un diván del salón, envuelta en una bata como de oro, cuyo borde le cubría los pies. La vi... Me deslumbró, me dejó ciego. Mi garganta estaba seca; no supe hablar. Un vaho de mirra y aromas ardientes me embriagó; languidecí, presa de invencible deseo cono si todos los perfumes del Oriente hubiesen penetrado a la vez en mi olfato ansioso. No, no era como las otras mujeres, pues nada humano se advertía en su hermosura; su rostro no expresaba ningún sentimiento bueno ni malo; solamente fluía de dejadez una voluptuosidad penetrante, a la vez lasciva y candorosa.
"Al darse cuenta de mi turbación, con un timbre de voz más cristalino que los rumores de los arroyuelos entre los árboles, me dijo:
"-¿Qué le sucede?
"Me arrojé a su pies, sollozando:
"-¡La quiero con locura!... –casi grité.
"Abrió los brazos, dándome con una mirada toda la luz de sus ojos de abrasadora pureza, y casi cantó:
"-¿Por qué no me lo dijo antes?
"¡Momento feliz! Estreché con pasión a Leila y me pareció que, unidos así, nos elevábamos hasta el cielo y que todo el cielo era para nosotros. Me sintí igual a Dios, creía oprimir entre mis brazos toda la belleza del mundo, todas las armonías de la naturaleza, las estrellas, las flores, los bosques, los ríos y los mares profundos. Había encerrado el infinito en un beso..."



Al oír aquellas palabras, el sacerdote, que venía escuchando mi confesión con visible impaciencia, se puso en pie, se aproximó a la chimenea y, después de levantar la sotana por encima de las rodillas para calentarse las piernas, me dijo con una severidad rayana casi en desprecio:
-¡Eres un blasfemo miserable, y en vez de aborrecer tus crímenes te deleitas confesándolos y acaricias con su recuerdo tu orgullo! ¡No quiero saber más!
Entonces mis ojos se inundaron de llanto y humildemente le pedí que me perdonara. Seguro de mi arrepentimiento poco después me autorizó para continuar mi confesión, y me aleccionó para que mis recuerdos lascivos me inspirasen odio y no deleite.
Reanudé mi relato esforzándome por abreviarlo todo lo posible:
-Padre mío: me separé de Leila desgarrado por el remordimiento, Pero al día siguiente ella se presentó en mi casa, y desde entonces sus continuas visitas complicaron mi existencia en un abrumador laberinto de goces y torturas. Tuve celos de Pablo; lo odiaba en lugar de compadecerlo por mi traición; y sufrí mucho. No existe, sin duda, una dolencia más envilecedora que los celos, ni que ciegue las almas con tan odiosas imágenes. Leila no se dignaba mentir para consolarme. Como tengo presente que hablo a un venerable sacerdote, no molestaré su atención con observaciones repugnantes, pero es forzoso decir que Leila parecía mantenerse absolutamente indiferente al amor que me inspiraba. Sus encantos habían infundido en mí ser todos los venenos de la voluptuosidad. Me di cuenta que no sabría prescindir de su amor y me aterraba la idea de perderlo. Leila carecía en absoluto de lo que se llama sentido moral, y sin embargo no se mostraba nunca perversa ni cruel; al contrario: era muy dulce y compasiva. Tampoco dejaba de ser inteligente, pero su inteligencia era muy distinta de la nuestra. Hablaba poco, negándose a contestar a cuantas preguntas le hacía sobre su pasado. Ignoraba todo lo que sabemos nosotros, y en cambio sabía muchas cosas que nosotros ignoramos. Educada en Oriente, conocía toda clase de leyendas indias y persas, y las contaba con monótona cantinela y con gracia infinita. En sus historias sobre el florido alborear del mundo, se mostraba como contemporánea del inicio del Universo. Una vez se lo dije, y me respondió sonriente:
-Soy vieja; es indudable, soy muy vieja.
El señor Safrac, de pie, junto a la chimenea, se inclinaba de cuando en cuando hacia mí, en actitudes reveladoras de un vivo interés.
-Continúa -me dijo.
-Varias veces, padre mío, pregunté a Leila por su religión. Siempre me contestó que ni la tenía ni la necesitaba; que su madre y sus hermanas eran hijas de Dios, y por consiguiente no estaban ligadas a Él por ningún culto. Llevaba pendiente del cuello un medallón que guardaba un poco de arcilla. Me dijo que la habia guardado piadosamente por amor a su madre.
Apenas pronuncié estas palabras, el señor Safrac, pálido y tembloroso, agarrándome un brazo me gritó al oído:
-¡Y decía la verdad! Ya sé, ya sé ahora quién es esa criatura. Ary: tu instinto no te había engañado; no era una mujer... Sigue, acaba, ¡te lo ruego!
-Padre mío, casi he terminado ya. Por el amor a Leila incumplí mi palabra comprometida para solemnes esponsales, traicioné a mi mejor amigo y ofendí a Dios. Cuando supo Pablo la infidelidad de Leila, se volvió loco, atormentado por todo tipo de dolores. A sus amenazas de matarla, respondía Leila sin perder su habitual dulzura: "Inténtalo si te place; me gustaría morir y no lo consigo." Durante seis meses Leila fue mi querida. Una mañana me dijo que regresaría a Persia y que nunca más volveríamos a vernos. Lloré. Grité: "¡Ni me quieres ni me has querido nunca!" Y ella me respondió suavemente: "No lo niego; pero ninguna mujer, ni la que imaginaste más apasionada, te ha dado el goce que yo te di. Si eres justo, me lo agradecerás. Adiós". Y se fue. Durante dos días viví entre la ira y el reconocimiento de mi estupidez. Pero después, preocupado por la salvación de mi alma, decidí venir donde usted, padre mío. Sólo usted puede curarme. Su virtud y su ciencia me salvarán. Enderece, purifique, fortalezca mi corazón. ¡Todavía la quiero!
Callé, sollozando, mientras el señor Safrac reclinaba la cabeza sobre el puño cerrado, absorto y pensativo. Finalmente sus palabras terminaron con aquel silencio angustioso.
-Hijo mío, tu historia confirma por completo mis investigaciones, y con ella basta para confundir la soberbia del moderno escepticismo. Vivimos ahora entre prodigios, como los primeros hombres que habitaron la tierra. Escúchame con atención. Adán tuvo, como ya te dije; una primera mujer de la cual no habla la Biblia, pero a la que hace referencia el Talmud. Se llamaba Lilith. Formada, no de una costilla del hombre, sino del mismo barro que sirvió para formar al hombre, no era carne de su carne. Se separó voluntariamente de Adán, el cual vivía sumido en la inocencia cuando ella lo abandonó par ir a esas regiones que los persas poblaron muchísimos años después, y que en ese tiempo habitaban los preadamitas, más inteligentes y más hermosos que los hombres.
"Comprenderás, por lo que te estoy diciendo, que Lilith no tuvo participación alguna en la falta de nuestro primer padre, y no fue mancillada con el pecado original. Por eso se vio libre de la maldición lanzada contra Eva y su descendencia; ni los dolores ni la muerte la afectan. Como no tiene que redimir su alma, es incapaz de tener virtudes y de cometer pecados. Sus actos no conducen al mal ni al bien. Sus hijas, engendradas en un himeneo misterioso, también son inmortales como ella, y como ella libres en sus actos y en sus pensamientos, puesto que no pueden merecer ni desmerecer delante de Dios.
"Hijo mío: por deducciones certeras reconozco en la criatura que te indujo a pecar es una hija de Lilith. Reza mucho esta noche, y mañana podré confesarte y absolberte."


 

Se quedó meditabundo un instante, luego sacó del bolsillo un papel, y prosiguió:
-Anoche, después de separarnos, vino el cartero, que se había demorado por no sé qué nevada, y me trajo una carta desconsoladora. En ella me comunica el primer vicario que mi libro ha contristado a Su Ilustrísima, que ha oscurecido en su alma los goces del Carmelo. "Su libro, añade, reúne una porción de proposiciones temerarias y no pocos juicios ya condenados por los doctores de la Iglesia. Su Ilustrísima no puede aprobar estudios de índole tan inconveniente." La historia que acabas de referirme corrobora mi acierto. Lilith no es una ensoñación, puesto que Leila vive. Se lo comunicaré a Su Ilustrísima para convencerle.
Pedí al buen sacerdote que escuchara algo más:
-Leila, padre mío, me ha dejado al marcharse una corteza de ciprés, en la cual aparecen, grabados con punzón, signos indescifrables para mí. Conservo esa especie de amuleto y lo traigo. Véalo.
El señor Safrac tomó de mis manos la frágil corteza que yo le ofrecía, y después de examinarla atentamente, opinó:
-Esto está escrito en idioma persa del florecimiento, y se traduce así:

ORACION DE LEILA, HIJA DE LILITH
¡Dios mío! Concédeme la sombra mortal para que logre conocer la luz de la vida. Concédeme remordimiento para que halle goces, ¡Dios mío, hazme igual a las hijas de Eva!






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